El texto es una versión actualizada del artículo del mismo título publicado en M. Almagro-Gorbea, M. Mariné y J. R. Álvarez Sanchís (eds.), Celtas y Vettones, Diputación Provincial de Ávila, Ávila, 2001, pp. 182-199.
Los Celtíberos fueron, de todos los pueblos célticos peninsulares, los mejor conocidos y los que jugaron un papel histórico y cultural más determinante. La primera referencia a la Celtiberia se sitúa en el contexto de la II Guerra Púnica al narrar Polibio (3, 17, 2) los prolegómenos del asedio de Sagunto, en la primavera del 219 a. C. Desde ese momento, las menciones a la Celtiberia y los Celtíberos son abundantes y variadas, por ser éstos uno de los principales protagonistas de los acontecimientos bélicos desarrollados en la Península Ibérica durante el siglo II a. C., que culminarían en el año 133 a. C. con la destrucción de Numancia, y por jugar un papel destacado, igualmente, en algunos de los episodios militares del siglo I a. C., como sería el caso de las Guerras Sertorianas.
Para Diodoro (5,33), Apiano (Iber.2) y Marcial (4,55), el término «celtíbero» tendría que ver con un grupo mixto, pues consideran que los Celtíberos eran Celtas mezclados con Iberos, si bien para Estrabón (3, 4, 5) prevalecería el primero de estos componentes, como lo confirman las evidencias lingüísticas, onomásticas y arqueológicas. El término habría sido creado por los escritores clásicos para dar nombre a un conjunto de pueblos hostiles hacia Roma, habiéndose sugerido que bien pudiera estar haciendo alusión a los Celtas de Iberia, a pesar de no ser los Celtíberos, como es sabido, los únicos Celtas de la Península.
Aunque para algunos autores actuales el concepto no remite a una unidad étnica, para otros sí se trataría de un grupo de estas características, ya que incorpora entidades de menor categoría, de forma semejante a los Galos o los Iberos. De todos modos, la nómina de pueblos que se incluirían bajo el término genérico de «celtíbero» no está suficientemente aclarada, siendo comúnmente aceptados los Arévacos, Belos, Titos, Lusones y Pelendones, aun cuando otros, como Vacceos, Olcades o, incluso, Carpetanos, puedan ser, asimismo, incluidos entre los mismos.
De acuerdo con esto, la Celtiberia se configura como una región geográfica individualizada, a partir de las fuentes literarias, la epigrafía, la lingüística y la arqueología, en las altas tierras de la Meseta Oriental y la margen derecha del Valle Medio del Ebro, englobando, en líneas generales, la actual provincia de Soria, buena parte de Guadalajara y Cuenca, el sector oriental de Segovia, el sur de Burgos y La Rioja y el occidente de Zaragoza y Teruel, llegando incluso a alcanzar la zona noroccidental de Valencia. El análisis de las etnias tenidas como celtibéricas, y su delimitación mediante las ciudades que se les adscriben, permite determinar unos límites para la Celtiberia que en modo alguno hay que considerar estables. En este sentido pueden valorarse los apelativos que acompañan a ciertas ciudades, haciendo referencia al carácter limítrofe de las mismas, como Segobriga, caput Celtiberiae, en Cuenca, Clunia, Celtiberiae finis, en Burgos, o Contrebia Leucade, caput eius gentis, en La Rioja.
La Celtiberia: ciudades y etnias (siglos III-I a. C.). (Según Lorrio, 2001)
Se ha defendido la existencia de una evolución del concepto territorial de Celtiberia desde su aparición en los textos situados en el contexto de la Segunda Guerra Púnica, donde presenta un contenido genérico, en buena medida equivalente a las tierras del interior peninsular, hasta alcanzar otro más restringido, en torno al Sistema Ibérico como eje fundamental; sin olvidar otras propuestas como la que identifica el territorio celtibérico con la Meseta. Es de advertir que, por tratarse de un término no indígena y debido a las aparentes contradicciones que las fuentes literarias ponen de manifiesto en su uso, se hace más compleja su valoración, lo que se evidencia en la reciente propuesta de A. Capalvo sobre la identificación de la última Celtiberia conquistada el 179 a. C. por Sempronio Graco en la provincia Ulterior.
Con todo, el teórico territorio celtibérico definido por las fuentes literarias viene a coincidir, grosso modo, con la dispersión de las inscripciones en lengua celtibérica, en alfabeto ibérico o latino. Asimismo, se constata la existencia de una onomástica particular restringida a la Celtiberia que conviviría con otra de ámbito más general, también de tipo indoeuropeo, extendida por el Occidente y el Norte peninsulares.
Por lo que respecta al registro arqueológico, ofrece, a la par que información sobre la Celtiberia y los Celtíberos de época histórica, la posibilidad de abordar el proceso de formación y evolución de la cultura celtibérica, fenómeno que remite a los siglos anteriores a la presencia de Roma en la zona y se enmarca en los procesos de etnogénesis registrados en la Península Ibérica a lo largo del primer milenio a. C. La secuencia cultural del mundo celtibérico ha sido establecida a partir del análisis del hábitat y las necrópolis, así como del armamento y el artesanado en general, integrando las diversas manifestaciones culturales celtibéricas. No obstante, se debe tener en cuenta la diversidad de áreas que configuran este territorio y, a menudo, la dificultad en la definición, así como el dispar nivel de conocimiento de las mismas. La periodización propuesta -que intenta adecuar la compleja realidad celtibérica a una secuencia continua y unificadora del territorio celtibérico- ofrece cuatro fases que abarcan desde el siglo VIII al I a. C.: Protoceltibérico, que se inicia en los siglos VIII-VII a. C.; Celtibérico Antiguo, que abarca entre mediados del VI hasta los comedios del V a. C.; Celtibérico Pleno, que se extiende hasta finales del III; y, por último, el período Celtibérico Tardío, que se extiende hasta el siglo I a. C., diferenciándose al tiempo distintos grupos o territorios de marcada personalidad cultural y étnica, correspondientes al Alto Tajo-Alto Jalón, al Alto Duero, a la Celtiberia meridional y a la margen derecha del valle medio del Ebro.
La secuencia cultural del territorio celtibérico (800/700-100 a. C.). (Según Lorrio, 2001)
La continuidad observada en el registro arqueológico permitiría, pues, la utilización de un término étnico desde el período formativo de esta Cultura, a pesar de las dificultades que en ocasiones conlleva su uso para referirse a entidades arqueológicas concretas, en especial si remite a los momentos anteriores al de su creación -y utilización- por parte de los autores grecolatinos, como ocurre en el caso que nos ocupa. De esta forma, resulta adecuado utilizar el término celtibérico referido a un sistema cultural bien definido, geográfica y cronológicamente, que abarcaría desde el siglo VI a. C. hasta la conquista romana y el período inmediatamente posterior. Sin embargo, aunque no tenemos la completa certeza de si existieron grupos étnicos que se reconocieron como celtíberos en momentos previos a la configuración de la Celtiberia y a su mención por las fuentes escritas, hay suficientes argumentos de índole arqueológico que apuntan en esa dirección, estando aún por establecer desde cuándo puede determinarse la configuración de realidades étnicas del tipo de las de los Arévacos, los Belos o los Pelendones. En todo caso, resulta evidente que esos «Celtíberos Antiguos», sin corresponder exactamente con los Celtíberos que aparecen en las fuentes literarias a partir de finales del siglo III a. C., al menos por lo que se refiere a la realidad étnica, constituyen sin duda su precedente inmediato.
La formación de la Cultura Celtibérica
Un problema esencial es el de la génesis de la Cultura Celtibérica. Se han venido utilizando con frecuencia términos como Campos de Urnas, hallstáttico, posthallstáttico o céltico, en un intento por establecer la vinculación con la realidad arqueológica europea, encubriendo con ello, de forma más o menos explícita, la existencia de posturas invasionistas que relacionan la formación del grupo celtibérico con la llegada de sucesivas oleadas de Celtas venidos de Centroeuropa. Esta tesis fue defendida por Pedro Bosch Gimpera en diferentes trabajos publicados desde los años 20, en los que, aunando las fuentes históricas y filológicas con la realidad arqueológica, planteaba la existencia de distintas invasiones, lo que abrió una vía de difícil salida para la investigación arqueológica española, principalmente al no encontrar el necesario refrendo en los datos arqueológicos.
La hipótesis invasionista fue mantenida por los lingüistas, pero sin poder aportar información respecto a su cronología o a las vías de llegada. La de mayor antigüedad, considerada precelta, incluiría el lusitano, lengua que para algunos investigadores debe considerarse como un dialecto céltico, mientras que la más reciente sería el denominado celtibérico, ya plenamente céltico. No obstante, la delimitación de la Cultura de los Campos de Urnas en el noreste de la Península, área lingüísticamente ibérica, por tanto no céltica ni aun indoeuropea, y el que dicha cultura no aparezca en áreas celtizadas, obligó a replantear las tesis invasionistas, pues ni aceptando una única invasión, la de los Campos de Urnas, podría explicarse el fenómeno de la celtización peninsular.
La dificultad de correlacionar los datos lingüísticos y la realidad arqueológica ha propiciado el que ambas disciplinas trabajen por separado, impidiendo disponer de una visión global, pues no sería aceptable una hipótesis lingüística que no tuviera su refrendo en la realidad arqueológica, ni una arqueológica que se desentendiera de la información filológica. Así, filólogos y arqueólogos han trabajado disociados, tendiendo estos últimos o a buscar elementos exógenos que probaran la tesis invasionista o, sin llegar a negar la existencia de Celtas en la Península Ibérica, al menos restringir el uso del término a las evidencias de tipo lingüístico, epigráfico, etc., en contradicción con los datos que ofrecen las fuentes escritas.
Almagro-Gorbea ha propuesto una interpretación alternativa, partiendo de la dificultad en mantener que el origen de los Celtas hispanos pueda relacionarse con la Cultura de los Campos de Urnas, cuya dispersión se circunscribe al cuadrante nororiental de la Península; tal origen habría de buscarse en su substrato «protocelta» conservado en las regiones del occidente peninsular, aunque en la transición del Bronce Final a la Edad del Hierro se extendería desde las regiones atlánticas a la Meseta. De dicho substrato protocéltico surge la Cultura Celtibérica, con lo que quedarían explicadas las similitudes culturales, socioeconómicas, lingüísticas e ideológicas que hay entre ambos y la progresiva asimilación de dicho substrato por parte de aquélla. De acuerdo con Almagro-Gorbea, la celtización de la Península Ibérica se presenta como un fenómeno complejo, en el que una aportación étnica única y determinada, presente en los planteamientos invasionistas, ha dejado de ser considerada como elemento imprescindible para explicar el surgimiento y desarrollo de la Cultura Céltica peninsular, de la que los Celtíberos constituyen el grupo mejor conocido.
A pesar de lo dicho, la reducida información sobre el final de la Edad del Bronce en la Meseta oriental dificulta la valoración del substrato en la formación del mundo celtibérico, aun cuando ciertas evidencias vienen a confirmar la continuidad del poblamiento al menos en la zona donde el fenómeno celtibérico irrumpirá con mayor fuerza: el Alto Tajo - Alto Jalón - Alto Duero. Por otro lado, aunque esté por valorar todavía la incidencia real de los grupos de Campos de Urnas en el proceso de gestación del mundo celtibérico, la presencia de aportes étnicos procedentes del Valle del Ebro estaría documentada en las altas tierras de la Meseta oriental, como parece confirmar el asentamiento de Fuente Estaca (Embid), en el noreste de la provincia de Guadalajara. No debe desestimarse la posibilidad de que estas infiltraciones de grupos de Campos de Urnas hubiesen sido portadoras de una lengua indoeuropea precedente de la celtibérica, conocida a partir de una serie de documentos epigráficos fechados en las dos centurias anteriores al cambio de Era.
Protoceltibérico (ca. siglos VIII/VI-mediados del VI a. C.)
El comienzo de la Edad del Hierro en la zona, en un momento que cabe remontar a los siglos VIII-VII a. C., ha sido calificado como una auténtica «Edad Oscura» en la Meseta oriental. Se trata de un momento clave para entender la aparición del mundo Celtibérico Antiguo, fase en la que surgen algunos de los elementos esenciales de la Cultura Celtibérica, cuya continuidad está constatada a veces hasta las etapas más avanzadas del mundo celtibérico. Éste es el caso de las necrópolis de incineración, en las que las armas forman parte de los ajuares desde sus momentos iniciales, o de los hábitats permanentes, situados habitualmente en lugares elevados y dotados de fuertes defensas para su protección.
Suele aceptarse, en general, para señalar el final de la cultura característica del Bronce Final en la Meseta, Cogotas I, una fecha en torno a la segunda mitad del siglo IX a. C., pudiendo admitirse un desfase cronológico con la pervivencia de ciertas tradiciones cerámicas propias de la misma en áreas periféricas, a lo largo de los siglos VIII-VII a. C.
La escasez de hallazgos adscribibles a ese momento en la Meseta oriental dificulta cualquier valoración que se pretenda hacer sobre el papel jugado por el substrato en el proceso formativo del mundo celtibérico, aun cuando son suficientes para desestimar una posible desaparición de la población indígena. Junto a la continuidad de ciertos elementos propios de la cultura de Cogotas I, irrumpen otros nuevos pertenecientes al horizonte de Campos de Urnas Recientes del Ebro medio, que podrían remontarse al siglo VIII a. C. según se desprende de la información proporcionada por el citado asentamiento de Fuente Estaca, en la cabecera del río Piedra. Se trata de un poblado abierto, formado por agrupaciones de cabañas endebles, que proporcionó materiales relacionables con la transición de Campos de Urnas Antiguos/Campos de Urnas Recientes, o mejor aún con la perduración de aquéllos en éstos (urnas bicónicas de carena acusada con decoración acanalada, o una fíbula de pivotes) y una datación radiocarbónica de 800+90 BC.
Una cronología similar se defiende para Los Quintanares de Escobosa de Calatañazor, en Soria, mientras que los materiales de Reillo, en Cuenca, se datan en la primera mitad del siglo VII a. C. Las formas cerámicas de ambos conjuntos están emparentadas con los Campos de Urnas del Ebro, mientras que las técnicas o los motivos decorativos constituyen una perduración de Cogotas I en la transición del Bronce Final al Hierro.
Los primeros impactos de los Campos de Urnas del Hierro se caracterizan por la aparición de un número reducido de especies cerámicas, con formas y, sobre todo, motivos y técnicas decorativas que tienen su mejor paralelo en los grupos de Campos de Urnas del Alto y Medio Ebro. En el Alto Duero, estos hallazgos, que no resultan muy numerosos, se datan en el siglo VII a. C. y aun en el VI, que coinciden con un momento oscuro aunque clave para la formación del mundo celtibérico, permitiendo definir una facies anterior a los más antiguos cementerios de incineración documentados en el oriente de la Meseta y a los asentamientos de tipo castreño del norte de la provincia de Soria, o de características más abiertas, en el centro-sur de la misma, cuyas cronologías no parecen remontar el siglo VI a. C. Estas especies cerámicas constituyen un testimonio de las relaciones que se establecen durante esta fase entre la Meseta oriental y el Valle del Ebro, continuando con las documentadas durante la Edad de Bronce, con la presencia de cerámicas de tipo Cogotas I en yacimientos del Ebro.
Cabe adscribir a este período inicial de la Edad del Hierro la primera ocupación del yacimiento soriano de El Castillejo de Fuensaúco, que proporcionó sendas cabañas de planta circular excavadas en la roca y cerámicas pobremente decoradas.
Alberto J. Lorrio
Universidad de Alicante NR: Este texto em castelhano contém a melhor explicação histórico-científica sobre estes nossos antepassados, não encontrámos nada semelhante em língua portuguesa.
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